Microrrelato para el concurso de Haloween en Reddit
Las instrucciones eran claras y concisas: haber enviado la
notificación al menos una semana antes, asegurarse de alcanzar el destino antes
del anochecer y, bajo ningún concepto, tocar o curiosear nada. No en vano el
lugar se había convertido en la vivienda de un renombrado alquimista, y con
aquellas cosas era mejor no jugar.
Sí, las instrucciones eran lo suficientemente claras para
todo el mundo en su sano juicio supiese interpretarlas. Sin embargo, en dichas
indicaciones no habían tenido a consideración incluir un mapa ni la forma de
hacer llegar la notificación para avisar de su llegada. Pero el deber era el
deber, y casi dos lustros de procrastinación ininterrumpida no iban a impedirle
cumplir con la misión que le había sido encomendada. Al fin y al cabo, no era
nada de otro mundo: entrar en una casa ajena, recoger un objeto de valor y
largarse con viento fresco, casi como en sus buenos tiempos.
Además, le habían dicho que habría un buen asado y un buen
tonel de cerveza fresca esperándole, aunque por supuesto, él lo hacía por amor
propio y por sus seres queridos. La tripa, no obstante, le había empezado a
rugir al poco de poner sus pies en el camino, y el sucio bosque en el que se
encontraba no ofrecía más que basura de aspecto desagradable: hojarasca, raíces
y frutos secos. Y aunque lo cierto era que las raíces y las castañas no tenían
mala pinta del todo… No, él era un enano con clase; no se rebajaría a comer
basura del suelo: esperaría al asado.
Se sonrió al pensar en el festín que le esperaba, tropezó
con una raíz y se fue al suelo, con tan mala suerte de escurrirse por un
terraplén.
Cuando terminó de deslizarse colina abajo se limpió el
rostro y blasfemó con fuerza. Primero se puso a gatas, luego de rodillas y,
finalmente, vuelta a ponerse en pie, sin un solo quejido, porque era un enano
duro, y los enanos duros no se quejaban por tonterías. Conforme fue capaz de
quitarse aquel pequeño accidente de la mente, volvió a ponerse en marcha y
observó un pequeño muro al lado de un camino: ¡el camino! Aunque se alegró, no
pudo evitar pensar en cuánto tiempo había estado vagando por lo que él pensaba
que era un camino, pero de nuevo evitó darle más importancia y se ciñó al plan:
entrar, coger lo que necesitaba y salir. No sin antes darse su merecido festín,
y quizá coger un par de prendas para sustituir las que se había roto en su
pequeño desliz por el terraplén.
Caminó junto al muro hasta que dio con la puertezuela; una
vieja verja de metal de aspecto lúgubre que, de todas formas, no le amedrentó,
a pesar de la siniestra silueta que desprendía entonces, con el sol poniéndose
tras la colina.
Fue a inspeccionar la cerradura con intención de forzarla en
un visto y no visto, pero antes siquiera de llegar a tocarla, la verja cedió
con un chirrido agónico y oxidado.
—Bah —bufó el enano, indiferente —. Pues mejor para mí.
Conforme echó a caminar por el sendero que ascendía hacia la
vieja mansión, escuchó con cierto desagrado cómo la verja volvía a cerrarse a
sus espaldas.
—El viento —murmuró, ahora con menos convicción —. Habrá
sido el estúpido viento.
No volvió a echar la vista atrás; comenzó a caminar por el
sendero serpenteante, a cuyos lados se amontonaban ahora cultivos de espinaca,
ajo y calabaza de cualquier manera. Continuó caminando hasta llegar a la
entrada y, de nuevo, se acercó a la puerta con intención de inspeccionar la
cerradura, sólo para encontrar que estaba abierta.
Sin más miramientos, el adusto enano atravesó el umbral y se
adentró en el viejo casón, un lugar oscuro y ceniciento. Las tablas del suelo crujían
bajo sus pies, y el viento arrancaba sonidos inquietantes de los maderos del
segundo piso.
Se giró instintivamente para contemplar el exterior, y
aunque estaba seguro de que era su mente jugándole una mala pasada, vislumbró
una figura removiéndose entre los cultivos.
Retrocedió instintivamente y cerró con violencia. Sólo por
seguridad, para que no entrase el viento.
Sólo cuando se hubo asegurado de que el umbral estaba bien
sellado se permitió recostarse contra la vieja puerta y llenarse los pulmones
con calma, aunque pronto lamentó aquella elección: el aire era espeso, húmedo y
estaba colmado de lo que parecía ser un polvo blanquecino de sabor ahumado.
Tosió con violencia, y un fuerte portazo se escuchó en el
segundo piso, lejos de él.
—Sólo es el viento —se dijo por enésima vez—. Sólo es mi
mente, no hay nadie aquí; no me esperan.
Le sobresaltó un fuerte sonido sepulcral, una única nota de
un órgano, sostenida en el tiempo. Luego otra, y después otra.
Desde luego, aquel era el viento más extraño que había
escuchado nunca. Además, se le había perdido nada en el segundo piso; antes al
contrario. En teoría, encontraría aquello que buscaba junto al hogar, al igual
que la comida y bebida prometidas. Se acercó a la única sala que había en aquel
piso, ignorando las escaleras que subían y las que bajaban, ambas
indescriptiblemente amenazantes para el juicio del enano.
Se adentró en las cocinas sólo para encontrar decepción. El
fuego estaba apagado y el caldero que colgaba sobre él, vacío. No había tampoco
ningún tonel a la vista; sólo polvo y telarañas.
Estaba comenzando a arrepentirse tanto de haber ido como de
no haber avisado, cuando de repente escuchó algo en el piso alto.
—¡Quién anda ahí! —rugió una voz fuerte, profunda.
No reconocía aquella voz, pero sí sabía que no era la del
propietario del lugar. Más por instinto que por razón, se escabulló rápidamente
y huyó, ahora sí, escalera abajo, rumbo al sótano. Y aunque todos los sentidos
le decían que aquella era la peor idea que podía tener, los pasos que hacían
crujir la madera del segundo piso le decían que no tenía otra opción. En su
mente, la figura que se removía entre los cultivos le susurraba sinsentidos
desde el ocaso.
Él era un enano serio, adusto y valiente. Y guapo, por qué
no decirlo; no todo el mundo sabía llegar tan bien a su edad. Y no le tenía
miedo a nada.
O al menos, eso se decía mientras trataba de calmar el
alarmante temblequeo que le dominaba las manos.
Al fondo del sótano había algo de luz, para contrastar con
el resto de la casa. Y sin embargo, algo le decía que ir hacia la luz sólo
sería otra mala idea en aquella rápida sucesión de malas ideas en la que se
había metido.
No muy lejos de él, se escuchó un ruido seco. “¡Chack!”, y luego más, “¡Chack! ¡Chack!”
—No estoy asustado —se decía a sí mismo mientras avanzaba
hacia la estancia iluminada, al fondo del sótano—. Soy un tipo duro.
Conforme más se acercaba, más claro comenzaba a escuchar
unos murmullos, al principio ininteligibles, pero luego claros, enervantes y
pecaminosos.
—Dos viejas siembran y dos manos muelen —susurró una de las
voces, pronunciando con rapidez.
—Dos manos muelen y dos viejas siembran —continuó otra, una
voz de mujer; de aquello estaba seguro a pesar de los susurros.
El enano desenvainó el cuchillo que llevaba al cinturón, que
entonces le resultaba ridículo.
—Seis manos cuecen y tres lenguas tiemblan —pronunciaron
ambas voces al unísono—. Las vidas que vuelen, los muertos que vuelvan.
El enano continuó acercándose. Tenía los pelos como
escarpias, pero había tenido tiempo para afrontar la situación. Estaba claro lo
que pasaba: la única explicación coherente en un lugar como aquel era que unas
sucias brujas del bosque se hubiesen apropiado del lugar en ausencia de su
dueño legítimo.
De haberlo sabido, no habría ido, pero ya no tenía sentido
mirar atrás. Trató de recordar sus buenos tiempos y comenzó a moverse con un
paso más ágil, casi felino. Daría cuenta de las brujas y se escaparía de allí,
con o sin su tesoro.
—El padre que anhele —continuaron murmurando las mujeres,
las voces cada vez más firmes, el ritmo cada vez más vivo—, la diosa que
quiera.
Él se acercó un poco más. En el fondo estaban una mujer baja
y rechoncha de piel grisácea y otra alta, enjuta y descarnada, las dos de
espaldas a él y frente a un pedestal. La tímida luz que iluminaba la escena
venía de un nabo hueco en el que habían alojado una vela.
—¡Lo muerto que viva! —aullaron al unísono, haciendo
retumbar el suelo— ¡Y lo vivo que muera!
La vela del nabo se apagó de pronto.
De pronto, el ávido aventurero ya no sentía necesidad de deshacerse
de nadie, ni de tomar su merecido festín ni de recuperar nada. Se conformaba
con volver a casa.
Dio un paso atrás, despacio. Y luego otro, y luego otro, sin
hacer ningún ruido. Fue a dar uno más cuando se chocó con algo que no había
estado ahí antes. Algo frío, blando y palpitante.
—¡Ya es suficiente, brujas! —habló una tercera mujer, de
tono más humano—. Necesito luz.
El enano suspiró con tranquilidad. Al menos había alguien
normal en aquel lugar aparte de él. Estaba claro que no tendría más que explicar
por qué estaba allí, y…
El nabo se encendió de pronto, volviendo a iluminar la
estancia.
En cuanto sus ojos se acostumbraron a la luz, el enano no
pudo evitar clavar su mirada en aquello con lo que se había chocado: ante sus
ojos tenía una rodilla llena de puntos quirúrgicos que unían una carne blanda,
fría y pustulosa. A su lado se erguía una mujer joven y menuda que llevaba un
cubre polvos ensangrentado todo él.
Se miraron mutuamente, pero antes de poder llegar a decir
nada, el enano volvió a clavar su vista en la mole descomunal que se erguía
ante él. Abrió la boca para decir algo, pero sólo pudo emitir unos sonidos
guturales y primitivos. Antes de poder darse cuenta de qué quería hacer a
continuación, notó cómo las piernas le fallaban y empezaba a languidecer.
—Vaya vaya —escuchó decir, mientras todo volvía a
ennegrecerse—, parece que el Samheim nos ha traído un pequeño regalo.
Las manos de la mujer en bata eran cálidas y suaves, pero el
olor a sangre y muerte que expedía le hacían querer retorcerse y vomitar. Aun
así, cada vez notaba su cuerpo más ajeno y, por más que luchaba por debatirse,
cada vez se sentía más flácido.
Le dolía todo el cuerpo cuando volvió a poder enfocar la
mirada. Le costaba moverse, pero pronto se percató, con gran agrado, de que no
estaba atado a una silla ni a una mesa, ni le faltaban extremidades ni se las
habían cambiado de lugar en el cuerpo.
—Así que has recuperado el conocimiento —susurró una voz en
la oscuridad. Una voz elegante, la misma que había gritado no mucho antes desde
el segundo piso.
El aire volvía a ser el mismo del salón: húmedo, denso y
viejo, casi hostil.
—Has estado a punto de convertirte en… no sabría decirte
exactamente en qué —añadió, dubitativo—. Prefiero no pensar en ello. ¿Eres el
amigo de…
—S-sí, señor —balbuceó el enano, que ya no se sentía guapo,
adusto ni fiero—. He venido a po-por…
—Sé a por qué has venido —le interrumpió el otro sin
inmutarse, con un tono que sugería burla—. Está ahí, encima de aquella mesita.
Todo tuyo.
Él trató de mirarle, aunque en medio de la oscuridad que
envolvía aquel salón le costaba vislumbrar nada. Si bien apenas era capaz de
distinguir la mesita de marras, a su acompañante no lo encontraba por ninguna
parte, pero no estaba dispuesto a tentar a la suerte.
—¿No piensas quedarte a dormir? —inquirió el otro con una
mezcla de preocupación sincera y curiosidad—. El bosque es peligroso de noche.
Además, no sabíamos que venías, y aunque no hemos preparado el festín, sí hay
cerveza.
El enano se detuvo de pronto; el bulto envuelto en una
madeja de paños irregular.
—¿Cerveza?
—Cerveza de calabaza —corroboró el otro.
Aquello le hizo recapacitar: se había adentrado en un bosque
peligroso durante la puesta de sol; había cruzado un cultivo siniestro, entrado
en una casa abandonada a escondidas y metido las narices en lo que parecía un
ritual profano de la peor calaña posible. Y había sobrevivido, lo que no era
poco.
¿¿Pero cerveza de calabaza??
Cuando salió del viejo caserón, se aseguró de dar un portazo
fuerte y dejar claro lo ofendido que estaba. Podía dejar pasar todo aquello; no
era lo que le habían prometido, pero podía dejarlo pasar.
Pero… ¿¿Cerveza de calabaza??
Oteó el cultivo, que ahora le parecía vulgar y mundano, y
salió caminando en línea recta hacia la puertezuela, sin importarle pisotear
las espinacas ni destrozar los ajos.
Aquello no era lo que le habían prometido. Alguien tendría
que rendir cuentas.
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